El día de la salida.

El día de la salida.

Pero esa mente organizada, inquieta y en exceso activa, estaba perturbada por algo que no podía controlar: el corazón y su manojo de emociones.

El día de la salida

Un viaje por tierra, siguiendo el llamado del corazón.

Qué diferente se veía todo ese día. Por algún motivo, el jardín de mi casa lucía más hermoso que otras veces; el lugar amanecía plácido, tranquilo y soleado.

Ya estaba casi todo listo: el equipaje y las cosas habían sido preparadas de antemano, gracias (o por culpa) de una mente demasiado ordenada, con reiteradas manifestaciones de la necesidad de tener el control y el orden en todo.

Pero esa mente organizada, inquieta y en exceso activa, estaba perturbada por algo que no podía controlar: el corazón y su manojo de emociones.

Sentada en la puerta de mi casa, absorbiendo el sol de la mañana, descalza y con pocas ganas de volver a las tareas pertinentes a la salida, recordaba cómo había sido todo varios años atrás, cuando me encontraba en una situación similar (pero a la vez, muy diferente). Con una mochila al hombro y un par de bártulos más, cerraba la puerta de mi casa en Mar del Plata, la casa de mi familia. No me despedía casi de nadie y salía a vivir algo que jamás había imaginado.

Estaba a punto de cambiar mi vida para siempre. Me sentaba en un Fiat 600 de color verde y me iba… ¿A dónde? Es una buena pregunta, pues suponía que iría a Alaska, pero el viaje me llevó a un lugar más inhóspito aún: mi propio interior.

En ese momento dejaba atrás una vida que, como relato en el libro Sobre las alas del colibrí, no me pertenecía, no me gustaba del todo ni me hacía feliz. Estaba buscando, casi desesperadamente, un rumbo propio, algo que saciara mis ganas de vivir plenamente.

Pero, de nuevo en el presente, sentí que todo había cambiado. Encontré, durante ese primer viaje, a una Jimena más entera y menos dispuesta a vivir de una forma que no la hacía feliz. Ese viaje y los años venideros marcaron con fuego lo que quería para mi vida y jamás negociaría, o al menos no lo haría mientras mi corazón y mi fuerza interior me lo permitieran: la libertad.

Como un estandarte, un mantra, un tatuaje grabado en lo profundo de mi ser, la libertad latía.

Ese día tenía sentimientos profundos y enfrentados. Había encontrado en ese hogar sencillo y hermoso todo lo que se puede desear: un maravilloso grupo de seres humanos, un trabajo que se alineaba con mi deseo de desarrollo y crecimiento. Había logrado ser “mi propia jefa”, algo que me propuse desde que renuncié al último trabajo en relación de dependencia. Teníamos, junto con Juan, tranquilidad, estabilidad e incluso la compañía de un ser amado de cuatro patas y maullidos agudos: Tití.

Creo que no entendí lo que significaba el desapego hasta que me tocó separarme físicamente de ese gatito que, años atrás, había llegado por su propia voluntad y había decidido instalarse en casa. Sin embargo, luego de muchas noches en vela, pensando y repensando qué hacer, logré entender que lo mejor para él era no ser parte del viaje. Fue una gran enseñanza de humildad, amor puro y desapego amoroso.

¿Cómo puede ser todo tan diferente en solo algunos años? ¿Cómo podía yo sentirme tan diferente a como era un tiempo antes?

Eran tantas las preguntas, las cuestiones, las dudas que surgían, que solo eso me hacía saber que iba por el buen camino. Si algo no te desafía o remueve tu interior, es porque nada te aporta. El cambio es movimiento, y el movimiento es vida.

Aquel mediodía del 14 de septiembre de 2024 comenzaba una nueva y muy esperada etapa. En la salida del barrio, nuestros amigos nos esperaban con una bandera hecha especialmente para nosotros. La familia que se elige, esas personas que fueron apareciendo en nuestra vida y se fueron haciendo imprescindibles.

Con ellos siguiéndonos y alentándonos con bocinas y gritos, salimos a la ruta.

Atrás quedaba ese hogar que creamos con Juan desde el 2020, atrás quedaban los árboles frutales, la huerta, el jardín, nuestro amado Tití (al cuidado de personas que también lo aman), la familia, los amigos, y con ellos también nos despedimos de la seguridad que habíamos alcanzado, de la comodidad de la rutina y de la estabilidad.

El corazón latía fuerte, la sangre corría como un río caudaloso por las venas y todo el cuerpo demostraba que estaba vivo. ¡De nuevo esa adrenalina! De nuevo, esa sensación que solo encuentro cuando vuelo. De nuevo, la libertad.

Estoy nuevamente eligiendo el camino del corazón, el camino que me hace vibrar y que hoy todo mi ser me pide a gritos.

Escribo estas líneas sentada en un parque de la ciudad de Pigüé, esa pequeña ciudad que recibió, más de cien años atrás, a mi abuelo y su familia llegada de Francia, con todos sus sueños y miedos en una maleta de mano como equipaje.

Hoy, esa necesidad de moverme es el combustible de mis venas, y si me preguntaran qué espero de todo esto, con honestidad y paz en el corazón respondería: nada. Porque aprendí con la experiencia que la mejor parte del camino es aquella que no podemos siquiera imaginar.

¡Buenas rutas, viajeros de la vida!

Jime.

Pero esa mente organizada, inquieta y en exceso activa, estaba perturbada por algo que no podía controlar: el corazón y su manojo de emociones.

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